El 28 de julio de 1844 Sebastián
Herrero, un sanluqueño de adopción, ya que vivió bastante tiempo en nuestra
ciudad, aunque había nacido en Jerez de la Frontera escribió un artículo en el
Semanario Pintoresco Español sobre Bonanza.
Aquí reproduzco el artículo de
Sebastián Herrero Espinosa de los Herreros, que llegaría a ser Arzobispo de Valencia.
Ahí tienen nuestros lectores la
vista de esta joven población, cuyas primeras piedras se colocaron durante el
reinado de Fernando VII, en el año 1832, donde el Guadalquivir rinde su último
tributo al Océano, y cuyas ruinas están demostrando en este momento la corta
existencia, que ha de correr este naciente, a la par que moribundo pueblo. No
es de nuestro propósito analizarlo artísticamente; baste decir que del estado
en que hace pocos años se hallaba al miserable que hoy se encuentra, no hay que
culpar a recios temporales ni a funestos incendios.
Bonanza se desmorona por si
propio: gigante edificado sobre la arena deleznable y movediza, se cuartea y
tiembla llorando la debilidad de sus cimientos.
Un bellísimo templo que ya está
reducido a míseros escombros, el paseo donde casi nadie ha fijado su plante,
sin asientos, pedregoso y cubierto de yerba como todas las calles, ocho
manzanas de casas bastante deterioradas, el edificio de la Aduana lleno de
desconchados y no muy firme, y últimamente un muelle comido por el mar, y donde
apenas puede transitar el viajero; estos son los débiles restos de Bonanza en
el día de hoy.
Además de algunas inscripciones
que en letras de oro se leen en la iglesia y Aduana, en los rótulos de las
desiertas calles se ven grabados los nombres de Pizarro, Fernando el Católico y
Hernando de Soto. ¡Admirable contraste! Letras de oro y nombres eternos unidos
a edificios, que aunque pese a sus autores, no se han destruido del todo para
mengua y baldón de aquellos.
Pero no ha sido nuestro objeto al
ocuparnos de Bonanza lanzar formidables anatemas contra aquellos, sobre quienes
recae la culpabilidad. Pese lo hasta aquí dicho por vía de introducción,
descendamos a presentar a nuestros lectores un cuadro animado, vivísimo cuadro
que hace olvidar lo ruidoso del sitio, a causa de la gritería que en él reina.
Desde la feliz época en que por medio del vapor se prestaron a los buques para
bien del comercio y comodidad del curioso viajero, Bonanza tomó otro nuevo
carácter, y lo que era un mezquino muelle, se trocó en puerto interesante y en
emporio de mil notabilidades, que allí se reúnen. Antes sólo abordaban allá
algunos barcos de pesca, o que conducían efectos a los pueblos inmediatos;
ahora con utilísima innovación de los vapores acaecen allí escenas de mucho
interés, de las que vamos a dar una ligera idea a nuestros lectores.
Es de ver, apenas se divisa casi
imperceptible el humo que despide el vapor, como a la voz preventiva del barco
viene, se pone en movimiento el ambulante pueblo, que a la sazón ocupa a
Bonanza. Apresurase el viajero a reunir con su persona a equipaje, con el doble
objeto de prepararse al embarque o ponerse a salvo de las ambiciosas
pretensiones de los vagabundos; los marineros acercan las falúas al inseguro
muelle, condescienden mediante alguna metálica insinuación los carabineros en
no molestar al transeúnte con el infame registro de su equipaje, y últimamente,
el crecido y bullicioso número de caleseros se acerca al muelle, queriendo
escudriñar con penetrantes miradas hasta la más recóndita cámara del lejano
vapor, para calcular si habrá pasaje en abundancia, o se dará el caso de
disputarlo entre sí en ruidosa oposición.
Entre tanto gritan unos, se
despiden otros, caen despeñados algunos equipajes sobre la lancha, se embarca
el pasaje y bate los remos el festivo marinero, en tanto que el vapor, Trajano,
Teodosio o Rápido, nombres en los que hay en esta travesía, cortando el agua
con la sutil proa, y alcanzando montes de cristalina espuma con las veloces
ruedas, viene a suspender allí su rápida carrera.
Transcurridos algunos leves
momentos, todos los personajes que en este sitio figuran cada uno en su
término, se trasladan a otro local más reducido pero no menos curioso. Hay
digámoslo así, una repentina mutación de lugar en este melodrama, y en vez de
representar la escena de un barrio alborotado, se traslada a una mezquina
lancha donde van depositados tantos y tan carísimos objetos. Aquí donde recae
todo el interés, aquí donde hay tantas situaciones cómicas, bufonadas, llantos
y risas. Una señora mareada, exánime escita la compasión y al mismo tiempo la
risa de los serenos espectadores; otra interpela con gravedad al indolente
patrón sobre la pérdida de la sombrilla, cotorra, cartonera o cofre; un militar
requiebra con sentidas lamentaciones a la primera hija de Eva, que tiene la
suerte o desgracia de estar a su lado; quien se queja de los fuertes pisotones
que otro le prodiga, mientras todos bullen, el jefe de la barca, con voz
aguardentosa y tosca mano, demanda el debido estipendio a los que esquivan
pagar el precio correspondientes a sus personas y equipaje.
Entretanto el local de Bonanza se
haya abandonado de una gran parte de personas que antes lo ocuparon, pero este
abandono es incidental y ocasiona otra escena de más interés, y quizá más
agradable efecto que la anterior: luego que el pasaje se ha embarcado en el
vapor, es por demás curiosa y sorprendente la entrada de los nuevos pasajeros
en el mencionado puerto. Aquí comienzan la confusión el desorden y la
escandalosa gritería, que promueven los caleseros.
No se limitan a hacer
proposiciones al pacifico viajero, ni sofocarle formando un impenetrable muro
entre el, su familia y su equipaje, sino que llega su excesiva audacia hasta el
punto de introducir a las personas casi a latigazos en las calesas. Donde
quieran que divisan a alguno cuyo exterior denota lujo o desprendimiento, allí
reconcentran todas sus fuerzas, allí es la lucha. Se forma entre ellos un
linaje de puja o licitación, que da motivo a que resuenen pomposas y ridículas
ofertas, que nunca llegan a realizarse. Quien en alas de su picante y
chocarrera elocuencia se obliga a resignarse con recibir la cuarta parte de lo
que la costumbre ha establecido en su invariable arancel; quien pretende alucinar
al simple espectador brindándose a llevarle en su velera calesa gratuitamente,
y en fin, todos gritan, se empujan, se atropellan, y suele a las veces terminar
esta contienda a puntillones y navajazos. Por lo demás bien se deja inferir, y
así realmente acontece, que las promesas salen probablemente desmentidas en el
desenlace. Las victimas en esta lucha suelen de ordinario ser el inexperto
inglés y la modesta y pacífica Señora. Aquel paga casi siempre un cuádruplo más
de lo que se exige a los naturales del país, y esta se pliega dócilmente a las
exigencias del calesero, que al fin pide una crecida retribución, después de
haberle llevado la mayor parte del camino a paso de tortuga.
Cuando todos los pasajeros han
convenido con los que han de conducir al suspirado Sanlúcar, cuando ya se ve
una nube de calesas, bestias cargadas, potros jerezanos con el continuo
trabajo, cuando llega la hora de partir, Bonanza, el bullicioso barrio donde
tantos ecos resonaran pocos minutos antes, queda mudo y desierto, llorando su
orfandad, sin tener otro compañero que las olas del mar que van irritadas unas
veces a socavar a veces el débil muelle, compasivas otras a acariciar las
gastadas piedras. Bonanza entonces semeja con su paz y silencio a un
cementerio, esperando se aproxime otra vez algún buque para que vuelvan a
repetirse las bulliciosas escenas, cuya fugitiva descripción acabamos
pálidamente de hacer a nuestros lectores. Concluiremos nuestro artículo,
diciendo, que en estos silenciosos intervalos, Bonanza, a pesar de los
carabineros que paga el estado a costa de inmensos sacrificios, es un
Gibraltar, donde libre el contrabandista adjudica sus ilícitos géneros al mayor
postor.
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