jueves, 14 de enero de 2016

En el Semanario Pintoresco Español

El 28 de julio de 1844 Sebastián Herrero, un sanluqueño de adopción, ya que vivió bastante tiempo en nuestra ciudad, aunque había nacido en Jerez de la Frontera escribió un artículo en el Semanario Pintoresco Español sobre Bonanza.
Aquí reproduzco el artículo de Sebastián Herrero Espinosa de los Herreros, que llegaría a ser Arzobispo de Valencia.

Ahí tienen nuestros lectores la vista de esta joven población, cuyas primeras piedras se colocaron durante el reinado de Fernando VII, en el año 1832, donde el Guadalquivir rinde su último tributo al Océano, y cuyas ruinas están demostrando en este momento la corta existencia, que ha de correr este naciente, a la par que moribundo pueblo. No es de nuestro propósito analizarlo artísticamente; baste decir que del estado en que hace pocos años se hallaba al miserable que hoy se encuentra, no hay que culpar a recios temporales ni a funestos incendios.
Bonanza se desmorona por si propio: gigante edificado sobre la arena deleznable y movediza, se cuartea y tiembla llorando la debilidad de sus cimientos.
Un bellísimo templo que ya está reducido a míseros escombros, el paseo donde casi nadie ha fijado su plante, sin asientos, pedregoso y cubierto de yerba como todas las calles, ocho manzanas de casas bastante deterioradas, el edificio de la Aduana lleno de desconchados y no muy firme, y últimamente un muelle comido por el mar, y donde apenas puede transitar el viajero; estos son los débiles restos de Bonanza en el día de hoy.
Además de algunas inscripciones que en letras de oro se leen en la iglesia y Aduana, en los rótulos de las desiertas calles se ven grabados los nombres de Pizarro, Fernando el Católico y Hernando de Soto. ¡Admirable contraste! Letras de oro y nombres eternos unidos a edificios, que aunque pese a sus autores, no se han destruido del todo para mengua y baldón de aquellos.
Pero no ha sido nuestro objeto al ocuparnos de Bonanza lanzar formidables anatemas contra aquellos, sobre quienes recae la culpabilidad. Pese lo hasta aquí dicho por vía de introducción, descendamos a presentar a nuestros lectores un cuadro animado, vivísimo cuadro que hace olvidar lo ruidoso del sitio, a causa de la gritería que en él reina. Desde la feliz época en que por medio del vapor se prestaron a los buques para bien del comercio y comodidad del curioso viajero, Bonanza tomó otro nuevo carácter, y lo que era un mezquino muelle, se trocó en puerto interesante y en emporio de mil notabilidades, que allí se reúnen. Antes sólo abordaban allá algunos barcos de pesca, o que conducían efectos a los pueblos inmediatos; ahora con utilísima innovación de los vapores acaecen allí escenas de mucho interés, de las que vamos a dar una ligera idea a nuestros lectores.
Es de ver, apenas se divisa casi imperceptible el humo que despide el vapor, como a la voz preventiva del barco viene, se pone en movimiento el ambulante pueblo, que a la sazón ocupa a Bonanza. Apresurase el viajero a reunir con su persona a equipaje, con el doble objeto de prepararse al embarque o ponerse a salvo de las ambiciosas pretensiones de los vagabundos; los marineros acercan las falúas al inseguro muelle, condescienden mediante alguna metálica insinuación los carabineros en no molestar al transeúnte con el infame registro de su equipaje, y últimamente, el crecido y bullicioso número de caleseros se acerca al muelle, queriendo escudriñar con penetrantes miradas hasta la más recóndita cámara del lejano vapor, para calcular si habrá pasaje en abundancia, o se dará el caso de disputarlo entre sí en ruidosa oposición.
Entre tanto gritan unos, se despiden otros, caen despeñados algunos equipajes sobre la lancha, se embarca el pasaje y bate los remos el festivo marinero, en tanto que el vapor, Trajano, Teodosio o Rápido, nombres en los que hay en esta travesía, cortando el agua con la sutil proa, y alcanzando montes de cristalina espuma con las veloces ruedas, viene a suspender allí su rápida carrera.
Transcurridos algunos leves momentos, todos los personajes que en este sitio figuran cada uno en su término, se trasladan a otro local más reducido pero no menos curioso. Hay digámoslo así, una repentina mutación de lugar en este melodrama, y en vez de representar la escena de un barrio alborotado, se traslada a una mezquina lancha donde van depositados tantos y tan carísimos objetos. Aquí donde recae todo el interés, aquí donde hay tantas situaciones cómicas, bufonadas, llantos y risas. Una señora mareada, exánime escita la compasión y al mismo tiempo la risa de los serenos espectadores; otra interpela con gravedad al indolente patrón sobre la pérdida de la sombrilla, cotorra, cartonera o cofre; un militar requiebra con sentidas lamentaciones a la primera hija de Eva, que tiene la suerte o desgracia de estar a su lado; quien se queja de los fuertes pisotones que otro le prodiga, mientras todos bullen, el jefe de la barca, con voz aguardentosa y tosca mano, demanda el debido estipendio a los que esquivan pagar el precio correspondientes a sus personas y equipaje.
Entretanto el local de Bonanza se haya abandonado de una gran parte de personas que antes lo ocuparon, pero este abandono es incidental y ocasiona otra escena de más interés, y quizá más agradable efecto que la anterior: luego que el pasaje se ha embarcado en el vapor, es por demás curiosa y sorprendente la entrada de los nuevos pasajeros en el mencionado puerto. Aquí comienzan la confusión el desorden y la escandalosa gritería, que promueven los caleseros.
No se limitan a hacer proposiciones al pacifico viajero, ni sofocarle formando un impenetrable muro entre el, su familia y su equipaje, sino que llega su excesiva audacia hasta el punto de introducir a las personas casi a latigazos en las calesas. Donde quieran que divisan a alguno cuyo exterior denota lujo o desprendimiento, allí reconcentran todas sus fuerzas, allí es la lucha. Se forma entre ellos un linaje de puja o licitación, que da motivo a que resuenen pomposas y ridículas ofertas, que nunca llegan a realizarse. Quien en alas de su picante y chocarrera elocuencia se obliga a resignarse con recibir la cuarta parte de lo que la costumbre ha establecido en su invariable arancel; quien pretende alucinar al simple espectador brindándose a llevarle en su velera calesa gratuitamente, y en fin, todos gritan, se empujan, se atropellan, y suele a las veces terminar esta contienda a puntillones y navajazos. Por lo demás bien se deja inferir, y así realmente acontece, que las promesas salen probablemente desmentidas en el desenlace. Las victimas en esta lucha suelen de ordinario ser el inexperto inglés y la modesta y pacífica Señora. Aquel paga casi siempre un cuádruplo más de lo que se exige a los naturales del país, y esta se pliega dócilmente a las exigencias del calesero, que al fin pide una crecida retribución, después de haberle llevado la mayor parte del camino a paso de tortuga.

Cuando todos los pasajeros han convenido con los que han de conducir al suspirado Sanlúcar, cuando ya se ve una nube de calesas, bestias cargadas, potros jerezanos con el continuo trabajo, cuando llega la hora de partir, Bonanza, el bullicioso barrio donde tantos ecos resonaran pocos minutos antes, queda mudo y desierto, llorando su orfandad, sin tener otro compañero que las olas del mar que van irritadas unas veces a socavar a veces el débil muelle, compasivas otras a acariciar las gastadas piedras. Bonanza entonces semeja con su paz y silencio a un cementerio, esperando se aproxime otra vez algún buque para que vuelvan a repetirse las bulliciosas escenas, cuya fugitiva descripción acabamos pálidamente de hacer a nuestros lectores. Concluiremos nuestro artículo, diciendo, que en estos silenciosos intervalos, Bonanza, a pesar de los carabineros que paga el estado a costa de inmensos sacrificios, es un Gibraltar, donde libre el contrabandista adjudica sus ilícitos géneros al mayor postor.

No hay comentarios: