El 26 de mayo del año 1836 el
periódico El Español publicaba en su sección Costumbres Nacionales un artículo
titulado Una tarde en la playa de Bonanza, firmado por F.G., que a continuación
reproduzco:
Con dificultad podrá formarse el
que no haya visto el mar por sus propios ojos, una idea cabal del cuadro imponente
y sublime que presenta aquella inmensa extensión de agua destinada por la
voluntad del Eterno, como para ceñir con sus brazos a la tierra. Nadie mejor
que yo ha podido convencerse de esta verdad, por la sensación que experimenté
la primera vez que desde la cubierta del vapor Betis, en donde regresaba de
Sevilla a Sanlúcar de Barrameda vi presentarse a mi vista cual por magia el
inmenso Océano precisamente en el punto en donde el caudaloso Guadalquivir paga
el tributo de sus aguas a ese rey de los mares. Ansioso de saciar mi viva
curiosidad y contemplarle a mi placer, salté en tierra en un muelle construido
á la sazón, de mampostería, y hasta cuyo pie pueden á veces en mareas altas
atracar los vapores Betis y Coriano, destinados al tránsito del Guadalquivir.
En frente del muelle se halla la aduana de Bonanza recientemente construida,
cuyas proporciones y arquitectura interior no solo son sumamente defectuosas
para el objeto, sino que la materialidad del edificio tiene tan poca solidez y
trabazón, que á duras penas los empleados de real hacienda pueden residir en
él. Lo mismo sucede con las casas que forman aquella pequeña población,
llegando el caso en tiempo de lluvias de llenarse las habitaciones de agua.
Algunos caleseros situados con sus incómodos carruajes en la playa para recoger
los pasajeros del vapor, me ofrecieron sus servicios; pero yo informado que
solo distaba Sanlúcar un cuarto de legua de aquel punto, quise andar el camino
a pie y aprovechar la frescura agradable de una tarde deliciosa de primavera.
Embebido en mis reflexiones
andaba sin apartar los ojos del mar, cuyas olas con un ruido sordo llegaban a
veces hasta mis pies salpicándolos con su salobre y espuma. De pronto veo una
lancha en seco, y en su centro una muchacha que parecía rayar en 12 años, la
cual presentándome un trozo de cuerda encendida , me dijo en un tono tan
gracioso como particular.—¡ Candela, caballero !—Al eco de su voz me adelanté
hacia ella, y me detuve un momento para contemplarla. Era pequeña, pero bien
formada, y la naturaleza pródiga en los climas meridionales con el bello sexo,
había adelantado tanto sus formas, que más bien parecía una mujer hecha que una
niña. El color de su rostro, aunque trigueño y tostado por la inclemencia de
las estaciones, no carecía de frescura, y hermanaba bastante bien con el brillo
de sus rasgados ojos, negros como el ébano, y llenos de fuego y expresión. Su
cabello, del mismo color que sus ojos, estaba atado atrás con una tosca cinta
con tal descuido, que algunos de sus ramales desprendidos del nudo que los
unía, bajaban en crespas ondas sobre su desnudo cuello.
Llevaba un vestido azul, bastante
limpio, pero tan corto, que dejaba á descubierto la mayor parte de su pierna
trigueña, aunque no mal contorneada. — ¿Qué haces? la pregunté. No lo ve su
merced, me contestó; vendo candela á aquellos que tienen un cuerpo tan chusco
como el suyo. —Muchas gracias, amiga; ¿pero tienes padres?— ¡Jesús, María y
José!
¡Vaya si los tengo! — ¿Qué son? —
Pescadores: allá tiene V. en la playa echando a tierra el pescado que acaban de
coger.—¿Dime, buena niña , y tú estás contenta con tu vida?—Si señor: siempre
estoy alegre; por la mañana vendo en la plaza pescado ; por la tarde vengo aquí
á ofrecer candela a los viajeros que desembarcan del vapor; luego vuelvo á
casa, y como un buen gazpacho con todos mis hermanos, y por la noche bailó el
fandango con mis amigas, al son de la guitarra que nos toca mi primo Curro.
Calló la muchacha, y yo la miraba asombrado, pareciéndome increíble que se
conceptuara feliz, cuanto es dable, un ser tan pobre, y cuyos vestidos cubrían
apenas decentemente sus carnes. Después de un momento de silencio, la pregunté
si encontraría por allí cerca alguna elevación de donde pudiera descubrir el
mar en toda su extensión, y habiéndome respondido afirmativamente, ofreciéndose
a acompañarme y servirme de guía, nos pusimos en marcha con alguna velocidad.
Al pasar por varios puntos notables de la playa, la muchacha provocaba mi
atención, diciéndome su nombre y señalándomelos con el dedo. Aquel que veis
allí, me decía, es el castillo de San Salvador, fortín situado en la mitad del
camino de Sanlúcar a Bonanza. Mas allá aquella alameda que se descubre sobre la
derecha, se llama la Calzada, que es el paseo actual de la ciudad; y en esa
hondonada, añadía, delante de la cual vamos a pasar ahora, está la fuente de
las Piletas, adornada de dos hermosos llorones, y cuyas aguas medicinales son
excelentes para los que padecen de obstrucciones. Cesó de hablar en fin, y
viéndome sumergido en mis meditaciones, se puso a andar delante, entonando unas
seguidillas, que yo no había oído hasta entonces, y cuya letra es la siguiente:
El amor y el cuchillo
Son dos extremos,
Mucho acero á la punta
Y al cabo un cuerno.
De este modo llegamos á una
elevación que se adelantaba en punta hacia el mar; en su cima se veía un
castillo ruinoso, que según supe se llamaba del Espíritu Santo: allí despedí a
mi conductora después de haberla remunerado por su trabajo, y yo me interné en
las ruinas de aquel edificio. Él castillo del Espíritu Santo, construido poco
antes de la guerra de la independencia, y volado por los ingleses, con el fin
de que no pudiera servir de punto fuerte a las tropas invasoras de Bonaparte,
se haya situado en una posición topográfica sumamente ventajosa para una larga
y vigorosa defensa. Su base es de forma rectangular y aun se conserva en pie la
parte baja del edificio, algunas murallas y dos torreones, aunque cuarteos y
amenazando desplomarse al soplo de un recio viento. Entré por medio de
escombros a un patio, en cuyas paredes se divisaban varios caracteres trazados
con carbón u otra cosa semejante y medio borrados por el ala del tiempo; en su
extremidad subí unos cuantos escalones desmoronados cubiertos de verdín y
silvestres yerbas, los que me condujeron á una especie de azotea de donde se
descubre el punto de vista más magnífico y sorprendente que pueda concebirse.
El mar, no limitado en aquel
punto por ninguna montaña, forma un plano inmenso azulado que corta la bóveda
del cielo por una línea circular iluminada del sol en su ocaso, cuyo fuego
rojizo parecía que realmente iba á apagarse en las aguas del Océano, comunicándolas
un color purpúreo con ráfagas de oro y grana. Las olas, azotadas por la brisa
de la tarde, con un ruido semejante al de las cañas que agita un vendaval, levantábamos
en continua ondulación como montes movibles, y se sucedían unas a otras
viniendo a veces a morir en la playa mansas como las arrugas que forma la
superficie de un lago; otras más corpulentas e irritadas, a estrellarse con
fragor al pie del castillo, haciendo saltar hasta su cresta en forma de lluvia
su blanquísima espuma, presentando á mi vista la imagen sensible de los deseos
del hombre; ya terribles y vehementes, ya casi amortiguados por el logro del
objeto anhelado, ya volviendo a renacer con más fuerza bajo distintas formas.
En esto, diviso en el horizonte una vela latina cuya forma triangular parecía
el ala de un pájaro acuático raspando en su rápido vuelo la superficie de las
aguas, hinchada por un viento en popa, cada vez se acerca más y se hace mayor;
de modo, que muy en breve distingo una lancha pescadora y las personas que iban
en ella, las que por sus sombreros gachos, las fajas encarnadas, la chaqueta y
pantalón pardo oscuro, me hicieron conocer eran pescadores sanluqueños. A poca
distancia de la playa varios de ellos se arrojaron al agua que podría llegar a
la mitad de sus desnudas y tostadas piernas, y recogiendo un cable que los del
barco les echaron, unieron sus esfuerzos, consiguiendo traerle casi en seco.
Desembarcó entonces toda la
chusma; y mientras los unos extendían en el suelo las redes para secarlas,
otros iban sacando pescados de todos tamaños, y particularmente muchos
conocidos con el nombre de pescadilla, colocándolos en cestas de toscos
mimbres, en medio de los gritos de una multitud de muchachos acudidos allí para
verlos, y las risas y voces de sus mujeres y sus hijuelos. Concluida esta
operación, encendieron junto al casco de una lancha que allí había una grande
hoguera, y sentándose al rededor de ella, prepararon por sus propias manos su
frugal comida, con mas apetito y sosiego que el rico potentado, cuya espléndida
mesa adornan los más exquisitos y escogidos manjares.
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