Era en la mañana del día 6 de
marzo del año 1774 cuando se produce en Sanlúcar de Barrameda el hecho luctuoso y terrible del
asesinato de la joven de 18 años María Luisa de Tassara, a manos del fraile carmelita
descalzo fray Pablo de san Benito. El escritor José María Blanco White se hace
eco del hecho en su libro Cartas desde España, que aquí reproduzco:
“Crímenes atroces se dejaron sin
juzgar durante el último reinado gracias a una resolución de Carlos III de no
sentenciar a muerte a ningún sacerdote. Townsend mencionó el asesinato de una
joven dama cometido por un fraile en Sanlúcar de Barrameda. No entraría en
detalles escabrosos si no fuera porque mi relación con algunos de los parientes
y con el sitio donde murió me permiten esbozar una narración más precisa.
Una joven dama de una respetable
familia de la ciudad mencionada anteriormente, tenía como confesor a un fraile
de los carmelitas reformados o descalzos. A menudo he visitado la casa donde
vivía, justo enfrente del convento. Su madre la acompañaba todos los días a
misa y a menudo a confesarse. El sacerdote, un hombre de mediana edad, sentía
una pasión por ella que en vez de intentar evitar, alimentaba visitándola con
toda la frecuencia que le era permitida por su relación espiritual y por la
amistad que le unía a sus padres. La joven, a los diecinueve años, recibió una
propuesta de matrimonio que aceptó con la aprobación de sus padres. La misma
mañana de la boda, la novia, según la costumbre, se levantó temprano para ir
con su madre a confesarse y recibir el sacramento. Tras la absolución, el
confesor, en un ataque de celos, se fue a la cocina y afiló un cuchillo. La
desafortunada chica, mientras tanto, había recibido la comunión y estaba a
punto de marcharse cuando el villano, saliendo a su encuentro a la entrada de
la iglesia y pretendiendo decirle algo al oído, libertad que le permitía su
oficio, la apuñaló en el corazón en presencia de su madre. El asesino no
intentó escapar. Lo llevaron a prisión y, tras el retraso normal de la justicia
española, lo condenaron a muerte. El rey, sin embargo, conmutó esta sentencia
por una reclusión de por vida en un fuerte de Puerto Rico. El único anhelo que
tenía el asesino era saber el resultado de su crimen. Frecuentemente solía
preguntar para asegurarse de que la joven había muerto; la certeza de que
ningún otro hombre podría poseer el objeto de su pasión le hacía sentirse
satisfecho en su confinamiento”.
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