Manuel Romero Tallafigo publicó en la revista Sanlúcar del año 1979 este artículo dedicado a La Almona de Sanlúcar de Barrameda, que aquí reproduzco.
He de confesar y ratificar la
gran satisfacción que me produjo el libro “LAS REALES ALMONAS DE SEVILLA”,
publicado por mi compañero de Universidad y del Archivo de la sevillanísima
Casa de Pilatos, Joaquín González Moreno. En él Sanlúcar de Barrameda, mi patria
chica, ocupa un lugar destacado y elogioso. Quiero rendirle homenaje poniendo
al alcance de mis paisanos alguna de las noticias que aporta, extraídas de los
fondos del Archivo de los Duques de Medinaceli (sección Alcalá) y que son una
valiosa contribución a la historia de un edificio tan singular y sanluqueño
como es la Almona del Mazacote. La palabra "almona" es de claro
origen árabe - almuna - y su significado es el de jabonería o fábrica de jabón.
Es un nombre de gran predicamento en Al-Andalus y no es raro que figure en el
callejero de sus ciudades. Esta toponimia tan andaluza y sanluqueña, viene a
confirmar la gran importancia que la industria jabonera, invento de alquimistas
orientales, tuvo en el valle del Guadalquivir. Y es que en esta zona se hizo
fácil y rentable el negocio, que como veremos, siempre tuvieron como monopolio
de concesión real las familias nobles y de alcurnia, hasta la política
desamortizadora posterior a las Cortes de Cádiz. El auge de esta industria se
debe a dos circunstancias insólitamente unidas que se daban en la región
bética: Ser rica en aceite y mazacote. EI aceite andaluz, claro, limpio, suave,
medicinal y de buen gusto, era una de las materias primas fundamentales para el
proceso de saponificación, y nacido de las grandes fincas olivareras aquí tan
abundantes.
Las marismas del Guadalquivir
proporcionaban otro elemento básico: el mazacote, barrilla o sosa. Producto
creado a partir de los almarjos: yerbas cuyas cenizas originaban un alcalino
sódico que licuado, hervido y tratado en grandes calderas con cal viva y aceite
daban ser alas piezas de jabón consistente. Los demás ingredientes, como son el
orujo, caparrosa (colorante rojo) y agallas o ácido gálico (colorante azul)
eran productos baratos y no escasos también en nuestra tierra. Sanlúcar además
contó con la cercanía del mar, y este hace que González Moreno pueda decir al
tocar el tema de la almona de la cuesta de Capuchinos que “fue en aquel
edificio que aún se conserva, donde par primera vez se utilizó el agua del mar
Atlántico para estos procesos químicos. España una vez más se adelantó a Europa
en muchos de sus inventos”. La acción de la sal marina sobre la cal viva mejoró
de tal modo la pureza y consistencia del jabón, que es un hecho comprobado
documentalmente la espectacular sobrevaloración de las rentas de la almona
sanluqueña, durante el reinado de
Carlos III. Por otro lado el establecimiento
de una almona en la desembocadura del Guadalquivir suponía colocarla dentro de
las rutas mercantiles de América y Europa y en un puesto privilegiado en el
paso de las flotas que iban a Indias. Estas aquí se abastecían de agua, y en
Bonanza esperaban las subidas y bajadas de las mareas. Por eso era plaza
disputada por muchos personajes, unos con intereses políticos, otros con
mercantiles o artísticos. No faltaron las comunidades religiosas que fundaban
conventos para formación o descanso de los frailes que iban y venían de la
lejana América.
Lástima que la desaparición de
los Archivos de Protocolos Notariales de Sanlúcar, imposibilite una
comprobación rigurosa del papel de nuestra ciudad en la colonización indiana.
Habrá que acudir a los fondos del Archivo General de Indias - donde me honro de
ser Archivero del Estado - para escudriñar en los ricos y abundantes fondos de
la Casa de la Contratación y Consulados, la verdadera aportación sanluqueña a
la hispanización de América. En la historia de las almonas andaluzas, Sanlúcar
presenta otra originalidad señalada por el doctor González Moreno cuando
afirma: “Afortunadamente aún subsiste esta jabonería en perfecto estado de
conservación, a falta del material de la fábrica…
Es la única almona andaluza
que permanece tal como se construyó tanto en su interior como en su exterior.
Es obra probable del siglo XVII, con añadidos del XVIII, como el escudo de
Azpilcueta, que puso su constructor don Juan de Azpilcueta, sobre su portada
anterior”. De lo que había en el edificio cuando funcionaba, tenemos un
testimonio por el anuncio de arrendamiento de la fábrica para el quinquenio 1816-1821:
"Contiene cuatro calderas para jabón duro; dos para blando, y otras dos
más pequeñas para pruebas y experimentos, con sus correspondientes utensilios y
almacenes para materiales y enseres. Tiene dos salas para aceites, una de sol y
otra cubierta, y habitaciones para dependientes con sus respectivas oficinas”.
Este escueto epígrafe puede hacernos reconstruir lo que guardaba dentro este
bonito edificio, de donde se cargaban portes de jabón en barco para Chipiona,
Rota y Puerto de Santa María, y en carretas con arrieros para Trebujena,
Lebrija y Las Cabezas de San Juan, aparte del comercio con Europa y América.
Para ver lo que supuso la renta
del jabón hasta dar un vistazo a los privilegios reales que regularon. Enrique
III en el año 1396, convirtió en monopolio y estanco para el Adelantado Mayor
de Murcia, Ruy López Dávalos, la fabricación y establecimiento de almonas en el
territorio comprendido en los límites de las provincias eclesiásticas del
Arzobispado de Sevilla y Obispado de Cádiz. En 1423 Juan II reparte dicho
monopolio entre el Almirante Alonso Enríquez, su primo el infante don Juan, el
condestable don Álvaro de Luna, y don Diego Gómez de Sandoval, precisando las
condiciones precisas de explotación con mandatos categóricos. Así manda al Concejo,
alcaldes, alguaciles, caballeros veinticuatro, escuderos y oficiales de la
ciudad de Sevilla, y a los alcaldes de los pueblos de su arzobispado - aquí
entra Sanlúcar de Barrameda - y Obispado de Cádiz “que ninguno sea osado de
hacer labrar, vender, cargar ni par mar ni por tierra, jabón blando como
prieto” salvo los concesionarios a “los que por encargo de ellos los hubieren
de hacer”, y “que ninguna persona de cualquier ley, estado, o condición que
sean, que no hagan jabón blando ni prieto, en ninguna casa suya, ni en otra
parte que sea, salvo en aquellas almonas” de los concesionarios, y que “los que
tal hicieren por primera vez, y fuere probado, que se pierda el jabón que así
hiciere e las casas, e pertrechos que tuviere. E más, que paguen en pena
a los
dichos que yo hice mi merced, 6.000 maravedises de esta moneda usual.” “Por la
segunda vez pierdan todos sus bienes y enseres. Y si esta persona no tuviere bienes
algunos, que le den cincuenta azotes públicamente, porque sea escarmiento, y no
se atreva a hacer, vender, ni cargar el dicho jabón”. Estos privilegios y otros
que por no alargar no refiero, haría que los destinos de la almona sanluqueña
dependieran de los Duques de Alcalá y Medinaceli hasta que las Cortes de Cádiz
en ley del 6 de agosto de 1811 iniciara el camino de abolición de los
monopolios laborables y económicos. Camino que se cierra con el
restablecimiento definitivo de dicha ley en 30 de agosto de 1836. De modo que
los duques de Medinaceli venden en Cádiz el 6 de mayo de 1855 a don Ramón
Sáenz,
la fábrica y almona de Sanlúcar, pagándose por ella la cantidad de
59.500 reales y el compromiso de un censo anual de 600 reales, y réditos de 18
reales, a favor de la Hermandad de las Ánimas de Sanlúcar. Dejamos para otra
oportunidad el estudio de un pleito seguido en la Cancillería Real de Granada
en 1497, por doña Catalina de Ribera, duquesa de Alcalá, contra doña Inés de
Lugo, viuda del mercader Juan Benítez, que fabricaba por su cuenta jabones en
Sanlúcar contraviniendo el privilegio y monopolio.
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