El 29 de febrero del año 1936, la
revista Algo, en su sección titulada Pequeñas Biografías de Españoles del Siglo
XIX, publica el artículo que transcribo, dedicado al sanluqueño Luis de
Eguilaz:
A mediados del siglo pasado había
en Madrid un café llamado de “La Iberia”, con entradas por la Carrera de San
Jerónimo y la calle de los Gitanos (hoy Arbalán), al que concurría el poeta y
autor dramático Luis de Eguilaz, como elemento asiduo de una animada tertulia
literaria.
Aunque había nacido en el sur de
España (en Sanlúcar de Barrameda, en 1830) era hijo de una familia del norte,
de noble origen, pero en precaria situación.
Se había trasladado a Madrid con
el propósito de estudiar la carrera de leyes y asegurarse con ella un porvenir
que al mismo tiempo salvara la difícil situación de la familia, pero este
empeño había de encontrar el obstáculo de una vocación íntima, congénita,
imposible de torcer, que sería al fin la que trazaría su camino.
La primera muestra de estas
aficiones la había dado en Jerez de la Frontera cuando sólo contaba catorce
años, con el estreno de una comedia titulada Por dinero baila el perro, que era
un feliz presagio de sus futuros triunfos.
Una vez en Madrid, siguió
dejándose llevar de aquella vocación irresistible, y su madre, mujer culta e
inteligente, fue la primera en estimar el talento literario y poético de su
hijo y le alentó a dedicarse seriamente a la carrera de las letras.
Ni qué decir tiene que esta
decisión trajo a la familia días muy difíciles pero al fin, gracias a la
protección del escritor Eugenio Ochoa, consiguió que Joaquín Arjona le
estrenara Verdades amargas, primera obra importante de Eguilaz, que obtuvo un
gran éxito y que situó inmediatamente a su autor entre los primeros de su
tiempo.
Eguilaz era un muchacho de recia
voluntad, pero de salud débil, reconcentrado y melancólico y con un hermoso
corazón, del que se aprovechó más de un desaprensivo.
Todas las tardes, después de
comer, Eguilaz iba a tomar café a “La Iberia”, acompañado de su más íntimo
amigo, Diego Luque, y aquella hora que él se proponía fuera de descanso no
solía serlo, pues rara era la tarde que no se le presentaba un autor
desconocido, con su obra debajo del brazo.
El propósito de los visitantes
era siempre el mismo: que Eguilaz escuchara la lectura de la comedia, y aunque
alguna vez los noveles autores se salían con la suya, lo más frecuente era que
el maestro se librara de ellos dándoles una recomendación para cualquier
empresario amigo.
Lo que no ocurrió nunca fue que
aquel hombre generoso, siempre amable y correcto, dejara de atender a los
aspirantes a autores y no les diera, con la recomendación, un apretón de manos
y unas palabras de aliento.
Como hemos dicho, más de un
desaprensivo abusó de su magnanimidad.
Un día, hallándose necesitado de
dinero, una necesidad apremiante, pues no tenía, ni en el bolsillo ni en casa,
un solo céntimo, se dirigió al Teatro del Príncipe, donde aquel mes se habían
dado varias representaciones de obras suyas, con la demanda de que le liquidasen
sus derechos.
El contador accedió de buen grado
y, mientras éste hacia la liquidación, se acercó a Eguilaz un joven, al que no
recordaba haber visto nunca, pero a cuyo saludo correspondió con su habitual
afabilidad.
Se marchó el joven y cuando,
momentos después, salía Eguilaz del teatro con el producto de la liquidación en
el bolsillo, el desconocido le salió al encuentro y, con lágrimas en los ojos,
le contó un drama de familia que parecía un capítulo de novela por entregas,
incluso le mostró un revólver con el que dijo que iba a suicidarse. Cinco hijos
tenía en casa sin un pedazo de pan que llevarse a la boca.
—No pido nada para mí, don Luis -
terminó trágicamente el joven - , que muy pronto habré dejado este mundo. Vaya
usted a socorrer a mi mujer y a mis hijos: para ellos sí que no vacilo en hacer
una llamada a su generoso corazón. Vaya usted mismo y verá el cuadro más
angustioso que haya podido ver en su vida.
Pero aquel redomado bribón y
experto sablista sabía muy bien que Eguilaz, con su carácter retraído, no iría
a aquella casa, que sólo existía en su imaginación. Y también estaba seguro de
que don Luis acabaría por creerle y darle dinero.
Así fue, en efecto. Eguilaz no
quiso ver el “angustioso cuadro” y se llevó la mano al bolsillo para entregar
al farsante todo lo que acababa de cobrar en la contaduría del Teatro del
Príncipe.
Y aquella misma tarde tuvo que
recurrir a un adelanto para cubrir sus más apremiantes necesidades.
Así era Eguilaz: un hombre tan
bueno que a veces caía en la candidez.
Al éxito de Verdades amargas
siguieron otros más definitivos aún. Uno de ellos fue el de La cruz del
matrimonio, obra que fue acogida con un clamor de entusiasmo cuando se estrenó
en Variedades en 1861. Tantas noches consecutivas se representó que, a fines de
enero del año siguiente, decía El museo universal:
¿Nos querrán ustedes decir hasta
cuándo va a durar La cruz del matrimonio en Variedades?. No será, suponemos,
hasta el aniversario de la crucifixión del Señor.
La vaquera de la Finojosa y
Grazalema son también de lo mejor de Eguilaz, así como, las zarzuelas El
molinero de Subiza y El salto del Pasiego.
Joven aún, a los cuarenta y
cuatro años de edad, una grave enfermedad le llevó a la tumba.
Eguilaz se distinguió por la
corrección de sus versos, la humanidad de sus personajes y la naturalidad que
sabia imprimir al desarrollo de sus obras.
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